PIEDRA, PAPEL, TIJERA
CAPÍTULO II

ALHAMA
Alhama, me llamo Alhama, por lo menos así me dice mi madre, “por el río, hija, el río que nace salvaje entre encinas y las ruinas de la muralla del despoblado de San Martín, en el camino de Suellacabras que lleva a Pobar”, porque si fuera por mi padre me llamaría Aljama, “la judería, que no la mezquita mayor, como la de Córdoba”. Yo también creo a mi madre. Mi nombre es más propio de un río, sobre todo si nace rodeado de aguas sulfurosas que obran milagros en los cuerpos enfermos. El mío ya lo hace por sí mismo, los milagros, digo, pero de esto prefiero no hablar. Me gusta el nombre de río porque mis pensamientos también salen a borbotones y a veces se me atragantan cuando quiero contarlos, por eso no hablo mucho últimamente, por miedo a ahogarme en mis propios pensamientos hechos palabra, lanzados a chorros, resbalando en los oídos de los demás.

Alhama es un río pequeño oculto entre la maleza. Para llegar a su nacimiento hay que caminar sobre roca viva, siempre me ha sorprendido esta expresión, roca viva, porque la he creído muerta hasta dentro de muy poco tiempo, pero eso es adelantar acontecimientos, lo sé, y es mejor que no me precipite, como hacen los ríos por las cataratas… Alhama nace al Sur de la Sierra del Almuerzo, en Soria, que por el Norte escarpa hacia Arancón y se corona al Oeste por el Piedro de los Siete Infantes de Lara, una cazoleta del peleolítico bautizada así por el descanso que allí celebraron antes de ser traicionados por Ruy Velázquez cuando se disponían a entrar en batalla contra los sarracenos, en el valle de Araviana, pero cayeron en una emboscada que les costó la vida y los convirtió en leyenda, como hace la muerte en ocasiones, a través de un cantar del que no queda manuscrito alguno, lástima, porque de no ser así podría un día revivir lo sucedido con mis propias manos, pero de eso ya os hablaré más tarde, si lo hago, sobre todo porque ni siquiera estoy segura de que sepáis quiénes eran los infantes de Lara y cómo la maldición de la venganza se cebó en ellos hasta el fin de sus días.

Alhama es un río noble, da sus primeros pasos a los pies de la fortaleza de Magaña, construida en el siglo XV en un empinado cerro, alrededor de una torre del homenaje de origen beréber, aunque es posible que desde el horizonte no la veáis, escondida como está tras el alto interior del castillo. No es una torre cobarde, es una torre secuestrada. El doble recinto de mampostería ha sido invadido por arbustos salvajes, y los trepadores se han alzado por sus muros hasta ocupar el puesto de los vigías, contemplando los campos que lo circundan, blancos en invierno, tan ocres el resto del año, desbordando cada primavera los lienzos y cubos, como si el castillo quisiera ser escocés y no castellano.

Alhama está sediento, pronto se bebe riachuelos y manantiales, pero no le bastan para crecer. Corre sierra abajo esquivando piedras que ha ido puliendo con el paso de los deshielos. Es frío, pero agradable y dulce, y es transparente, aunque sus aguas se agitan para no reflejar vuestra imagen, así os hacen creer que son turbias, como murmullos que se juntan para componer un grito. No pretenden asustaros, solo buscan protegerse, hacerse valientes a vuestros ojos, hacerse invisibles a vuestras manos, cuando intentáis probarlas, tan ágiles que se escabullen por vuestros dedos para no dejarse beber. Como las aguas del río, puedo parecer siempre la misma pero nunca soy igual. Me llamo Alhama, ya os lo he dicho, pero aún hay muchas cosas que no sabéis de mí.

 Me gustan mis pecas. Llevo sobre la piel un mapa del tesoro, solo hay que seguir los puntos, trazar entre ellos una línea imaginaria, o no, porque a veces lo he hecho con un rotulador, y descubrir islas, continentes enteros, en los que coloco suavemente, con las yemas de mis dedos, tesoros que remuevo y recoloco como hacen en las calles los tahúres con los garbanzos en el fondo de los vasos.

No me gusta el sol. Ya tengo encendido el pelo, todo rojo, todo fuego, como para dejarme cegar por la luz del día. Prefiero la luna, algo tramposa, que me hace morena, la piel blanca, como si fuera otra. No está mal parecer otra cuando tú sabes bien quien eres, solo engañas a los otros, y eso me gusta, porque no se trata de mentir, solo de confundir.

Me gusta la Historia, soy fruto de los siglos y de muchos acontecimientos que me han llevado a ser como soy, a ser lo que soy.

No me gustan las fiestas. A la última fui obligada, era mi bat mitzvah, y ni siquiera vinieron mis amigos, porque no tengo amigos, la verdad, y de haberlos tenido no me los imagino cantando y bailando Hava Nagila con el estómago a punto de estallar. Vinieron familiares y compañeros de mis padres, como un geriátrico, vamos, un horror. No es que no me gusten las fiestas por no tener amigos, no es eso, no me gustan y punto, no quiero dar más explicaciones.

Me gustan los guantes, siempre llevo guantes, incluso en verano, cuando me sudan las manos y siento que se me van a pegar para siempre, que se derriten sobre mi piel para ser mi piel. Los guantes me protegen, sin ellos estaría a merced de cualquier papel…

Dicho así no tiene sentido, lo sé, por eso a veces me toman por loca. No voy a tener más remedio que confesaros mi secreto. Tengo un don, o es una maldición, no lo tengo claro, de leer el papel, pero no lo que sobre el papel se escribe, ya sea con tinta o sangre, que eso lo hacemos todos, sino lo que el papel es, lo que el papel siente, lo que el papel oculta. Y, creedme, no queráis saber todo lo que de verdad oculta.

Por eso me da miedo tocarlo.